En su nombre está la poesía y en su apellido la historia de nacer en Otavalo, de estudiar en la Escuela José Martí y de ganar un paquete de galletas y un libro, que es el premio que recuerda de su niñez.
Whitman estudió en el Colegio Daniel Reyes, de Ibarra, al que asistía puntualmente, un poco con el cargo de conciencia de que el dinero que se invertía en su educación podía servir para la comida de los siete hermanos. Pero como en la escuela el profesor de quinto o sexto grado dijo que Whitman estaba bueno para el dibujo, los padres del pequeño acogieron la sugerencia.
La familia no pasaba hambre, vivía relativamente bien porque el padre de Whitman era carpintero y trabajaba en una fábrica que era conocida por hacer cobijas. Ese era el oficio de la familia porque su abuelo también fue carpintero. El abuelo materno de Whitman fue maestro mayor. A su cargo estuvo la construcción de tres iglesias en Otavalo.
Whitman llegó a Quito para estudiar en el Colegio de Artes. Por su dedicación recibió la medalla Ciudad de Quito al mejor egresado. Luego dio el paso natural hacia la Facultad de Artes de la Universidad Central. Ahí dio clases durante tres años, pero la responsabilidad de calificar el trabajo de un alumno lo hizo desistir. Whitman explica que en el arte no se puede ser justo porque la creatividad del alumno puede despertar un instante después. Sin embargo, siempre ha guardado un gusto especial por la docencia, por eso da clases particulares en su taller. Es de los maestros que no se guardan nada de los secretos, que piensan que si el alumno supera al maestro, significa que este último hizo un buen trabajo.
Un pintor nace, pero también se hace, dice convencido de sus dos ocupaciones. La clave está en la pasión y dedicación que se le ponga a cualquier actividad.
Whitman cree que él es artista de nacimiento, y por eso le ha tocado dedicarse más a perfeccionarse. Sin embargo, él todavía no está muy seguro de haber completado su instrucción, de ser un artista completo. Resulta que con el primer dinero que recibió de la venta de un cuadro, el pintor se compró unas acuarelas y unas cartulinas especiales que son gruesas. Eso sucedió hace algunos años. En ese entonces se dijo que las utilizará cuando sepa dibujar y pintar bien... Todavía tiene las cartulinas. Su lema es que si todos los días se aprende algo, no se diga en el mundo de la pintura. Siempre hay un detallito que se puede perfeccionar, alguna habilidad, algún trazo.
Whitman se reconoce como un músico frustrado. Dice que cuando oye interpretar cualquier instrumento, en especial los de música andina, llora de la emoción. Escuchar Kjarkas, o la música típica de Imbabura o del Chimborazo le cambia el ánimo y el carácter.
Whitman toca los instrumentos andinos desde su época del colegio. Sin embargo, nunca pensó en dedicarse a la música porque siempre supo que su destino era la pintura. Ya ha pasado por varias etapas en su obra, pero la que más le gusta es la que denomina del color y la ternura.
Pero esta vez se aproximó a la fotografía desde un punto de vista filosófico. Son diferentes las fotos de las que hacía antes. Ahora se acerca a la gente a quien ve como un paisaje urbano, aprehender su geometría en su cotidianidad, capturarlos desde el anonimato. Este concepto de invisibilidad lo tomó del maestro Cartier-Bresson, es lo que él llamaba el momento decisivo: acercarse al objeto con sigilo y retirarse tratando de no interferir.
El humano, dice, es lo más importante, y hay que saber cómo manejarlo. Hace 20 años, cuando trató de tomar fotos de hombres capturó simplemente su máscara. Ahora le interesa la mirada, la luz del ojo, trata de contactar al alma detrás de la personalidad. Por eso dice que en el mundo hay una algo universal, si se es chino, israelita, ecuatoriano o francés, a pesar de ser personas de diferentes culturas, la mirada es la misma, la luz interior es igual, solo se trata de diferencias visibles en un gigantesco mundo de invisibles similitudes.
Fuente: Revista Familia.